Yo tenía once años cuando empezó la Guerra Civil. Era verano y estaba acarreando la mies con las mulas. Recuerdo como si fuera hoy que empezamos a oír explosiones que venían de la parte de Guadalajara, pero entonces, sin radios, periódicos y menos aún televisión, no sabíamos que es lo que estaba pasando porque, para nosotros, el mundo se acababa casi en las mojoneras de nuestro pueblo.
Al día siguiente empezaron a llegar muchos coches, algo muy extraño en aquel tiempo. Los que vinieron en ellos nos obligaron a llevar un trapo rojo atado al brazo, algo que yo, como niño que era, no entendía muy bien, pero que tampoco me atrevía a preguntar, acostumbrados como estábamos a callar y a obedecer. Luego alguien dijo que era porque nos había tocado la zona «roja» y era una forma de decir a qué bando pertenecíamos.
El bando «rojo» que había tomado el pueblo no era favorable a la religión. Un día sacaron a la calle a todos los santos de la iglesia y les prendieron fuego, lo mismo que al altar mayor. A mí aquello, como chaval que era, me dejó muy impresionado.
Después de los santos vinieron los curas. Recuerdo que al de Masegoso se lo llevaron en un coche, a la cárcel de Guadalajara y sólo por el delito de ser cura. Al poco tiempo se corrio la voz de que lo habían fusilado en la misma cárcel, aunque nadie se atrevía a protestar ni decir palabra, no le fuera a ocurrir lo mismo.
Poco después, el cura de Las Inviernas, que era nacido en Solanillos, corrió la misma suerte. Parece ser que venía en dirección a Las Inviernas, cargado con los hatos del campo para pasar desapercibido, como un labrador más, pero unos cuantos le esperaban en el alto del puente de Masegoso, y allí le dieron el alto. Algunos vecinos del pueblo vieron cómo detuvieron y sintieron impotencia y mucha lástima porque decían que era un chico joven que no podía haber hecho nada malo. Los que le detuvieron tuvieron el valor de burlarse de él, porque le hicieron correr y al poco tiempo se oyeron algunos tiros. Lo enterraron sus mismos verdugos en el lugar que algunos conocemos como «El Pedazo del Cura», a mano derecha de la carretera pasados los Cerrillos.
Aquel asesinato nos dejó muy impresionados y cada vez con más miedo. Y es que, en aquellos tiempos de pocos conocimientos y menos luces, el tener envidias o «malos quereres» era algo muy peligroso porque algunos lo aprovechaban para acusarte de ser del bando contrario, aunque nunca te hubieras metido en política. Así que, el miedo crecía, sobre todo cuando llegaba la noche, que era el momento en que los cobardes aprovechaban para hacer los mayores crímenes y fechorías. Recuerdo cómo temblábamos cuando caía la oscuridad y los sentíamos patrullar las calles con los fusiles al hombro. Cualquiera de nuestros familiares podía ser el siguiente desgraciado. Sólo hacía falta que hubieran hecho «unas perrillas» y alguien le tuviera envidia.
Pero todavía no había pasado lo peor. Con mucho miedo y más necesidad, por lo menos teníamos el techo de nuestra casa bajo el que cobijarnos. Pero llegó el momento en que quedamos entre el fuego de los dos bandos y tuvimos que abandonar el pueblo donde habíamos vivido toda nuestra vida. Aquello supuso para las familias una desgracia todavía mayor. El que las tenía cargó las mulas con los jergones y lo poco que pudo sacar, y con la familia detrás, algunos muy mayores, nos fuimos desparramando por donde pudimos y quisieron acogernos. De esta forma tan lastimosa llegaron algunas fammilias a los pueblos de los alrededores e incluso hasta los de la provincia de Cuenca. Fuera de nuestro pueblo, la vida todavía se hacía más dura. Sin cosecha para poder comer y viviendo de la caridad de los que nos acogieron, que, por otro lado, nunca podremos agradecer lo suficiente mientras vivamos.
La guerra terminó y todos, incluidos los chicos que ya nos habíamos convertido en hombres, nos alegramos mucho y con los pocos trastos que aún conservábamos, emprendimos la vuelta al pueblo. Pero si la salida había sido muy triste, no lo fue menos la vuelta. Nuestra vida ya nunca sería igual, porque nos encontramos con que nuestras casas, lo único que teníamos, habían sido destruidas. Teníamos que empezar desde abajo pues no nos quedaba nada: ni lugar donde cobijarnos ni pan que comer pues, salvo en el caso de algunos que vinieron a escondidas a labrar, no teníamos cosecha. Solo dos casas, tras el juego de pelota, quedaron en pie, así que nos tuvimos que refugiar en las chabolas que dejaron los soldados y en los corrales del campo, compartiendo el sitio con los animales. Algunas familias, como la de la tía Emilia, se albergaron en un refugio subterráneo de las tropas, hoy ya cegado, en cuyo recuerdo recibe su nombre el cerro en el que se encuentra. Para colmo de desgracias, ni el poco dinero que pudimos guardar de antes de la guerra nos servía para nada, ya que el nuevo gobierno no lo reconocía como legal.
Los años que siguieron todavía fueron muy difíciles, aún disfrutando ya de la paz y no habiendo sufrido nuestro pueblo de demasiadas muertes. Poco a poco, Regiones Devastadas fue construyendo las casas que hoy conocemos y nos las fue entregando. Pero todavía carecíamos de todo lo necesario para vivir. Entonces, los obreros que tenían la suerte de tener un jornal ganaban unas siete pesetas, y el campo, al que nos dedicábamos la mayoría, sin abonos ni buenas semillas, apenas daba para ir tirando.
Desde que ocurrió todo aquello ha pasado mucho tiempo. Quizás demasiado. Pero aquellos tristes recuerdos que viví en mi niñez cada vez están más presentes en mi memoria. Hoy, viendo en la televisión las guerras que se libran en otros países, sobre todo las caravanas de gentes que escapan de los bombardeos, no puedo por menos que recordar aquellos días amargos. Pienso en mi propia experiencia, que es tanto el dolor que causa una guerra, que nunca está justificada y es la mayor calamidad que puede sufrir un país, pues aunque la economía llega un momento en que se recupera, la pena y el sufrimiento acompaña a las personas durante toda la vida.
(Extraído de Gonzalo Granizo, Rafael: «Memorias de un superviviente», Alto Llano, Revista Cultural de Masegoso de Tajuña, segunda etapa, n.º 7, primavera-verano de 2002, pp. 25-28, Asociación de Amigos de Masegoso, Depósito Legal N.º GU-3251997.
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Tenía 11 años cuando estalló la Guerra. Recuerda que en la plaza quemaron muchos papeles del Ayuntamiento (al ser de «izquierdas» quizás querían protegerse de los golpistas).
Los italianos, cuando entraron en el pueblo, fueron alojados en las distintas casas de los vecinos. Trini, a sus 11 años, notaba que algo raro estaba pasando, por lo que lloraba desconsoladamente. Los italianos que se alojaban en la casa de sus padres (el tío Francisco y la tía Leonarda) la subieron hasta la iglesia y con unos prismáticos le enseñaron las tropas del enemigo: «Rojos matar». Cuando entraron, se encontraron con las mujeres que salían del horno, y les quitaron el pan. A los padres de Trini también les quitaron el cochino que estaban criando.
El día 21 de marzo, los milicianos retomaron el pueblo. Las balas silbaban por las calles, y nadie se atrevía a guardar las cabras que llegaban en esos momentos. Recuerda que su padre las llamó por su nombre, abrió las puertas del corral, y entraron ellas solas. En la calle se oían gritos de «Viva Rusia», «Viva Negrín». Su madre colocó las almohadas contra las ventanas, porque decían que la lana frenaba las balas. El Machuca, un miliciano muy conocido, cuando volvió a entrar en el pueblo, se dirigió a la casa del tío Dorote y de la tía Nicolasa, donde había estado alojado, antes de la llegada de los italianos. Al parecer, allí se encontró a 12 de ellos escondidos y los mató a todos. Luego bajaron al parador e hicieron lo mismo con los que se encontraron escondidos en las tinajas.
Después, toda la familia fue evacuada a la Olmeda, excepto Luis, que como tenía ya 18 años, el gobierno de la República se lo llevó al frente. Allí llegaron también otras familias del pueblo: la tía Sabina, el tío Juan y la tía Eufemia, la tía Irene, el tío Juan (de la Faustina). Como era zona republicana, los aviones italianos bombardeaban de vez en cuando, y ellos se refugiaban en una cueva. En una ocasión, que lo hicieron en otra que había más alejada del pueblo, una bomba tapó la boca de esa cueva. Por fortuna, no había nadie dentro de ella.
Acabada la Guerra, la familia regresó al pueblo y se refugiaron en el corral de la Zarza, junto con el tío Mariano (hermano de la tía Leonarda) y su mujer, la tía Trini. De allí pasaron a una casa de las Provisionales. Trini recuerda quienes vivían en la fila de abajo:
A los que habían ido al frente de la República, al finalizar la guerra, los metieron presos. En una ocasión, la que era la presidenta de la Falange mandó ir a pegar a las familias que venían de ver a sus familiares presos, en Brihuega. La Andrea y la Mercedes, hijas del tío Rufo, aunque eran de «derechas», se negaron a ello, y, gracias a ello se libraron de la paliza.
El primer alcalde del pueblo, al acabar la Guerra, fue el Paulino del Chaparrín. El Ayuntamiento lo instalaron en la casa que fue del Marcelo (la única que quedó en pie, junto con la de la tía Paula) Su propietaria, en aquellos momentos, era la María, una hija de la tía Librada, y hermana de la tía Mauricia. Por este motivo, la tía Mauricia y el tío Anastasio, intentaron alojarse en ella, pero no les dejaron y se tuvieron que meter en una chabola que hicieron en la alcantarilla, a la altura de lo que hoy es la nave de Jesusín.
La represión con los que eran de izquierdas continuaba, ya en el pueblo nuevo. Las mujeres que eran de derechas mandaban a las que eran de izquierdas (Rufina, Cleo, Mauricia, Lumi, Gabriela, Ricarda...) a limpiar la iglesia, mientras se reían de ellas. Lo mismo pasaba con las hacenderas o adras: que eran los de izquierdas los que eran obligados a hacerlas.
La iglesia del pueblo fue destruida e incendiada por los milicianos, pero no solo fueron ellos los que expoliaron lo que había dentro de ella. Cuentan que, en unas comedias que se hicieron en el pueblo, alguien que era de «derechas» aportó unas cortinas para el escenario, que resultaron ser de la iglesia.
Poco a poco, la vida se fue normalizando en el pueblo, y cada noche, Trini y su amiga Águeda bajaban al baile, que se hacía en un pajar, desde las Provisionales, se hacía en un pajar. También se juntaban para hacer punto, al amor de la lumbre, y competían entre ellas, para ver a cual le cundía más. Así, Trini se hizo más de 9 jerseys en un invierno.
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El llamado «Cerro de la Tía Emilia» es una de las zonas mejor conocidas de nuestro pueblo, quizás debido a la peculiaridad de que se encuentra horadado por un refugio, y rematado por un nido de ametralladoras.
Se encuentra situado a la izquierda de la cuesta de los Cerrillos, según subimos desde el puente y seguramente que apenas pasa un día sin que desde un lugar u otro lo veamos.
Del porqué de este nombre nos habla Martín Peña, que junto con su madre, la tía Emilia, y sus hermanos se guareció en él hasta que las casas del pueblo, destruídas por la guerra, pudieron ser habitadas. «Lo nuestro —dice Martín— fue muy duro, pues después de permanecer durante toda la Guerra en Gárgoles de Arriba, al vernos obligados a evacuar, tuvimos que refugiarnos, a la vuelta, mis hermanos, mis padres y yo en el refugio militar del conocido como cerro de La Nevera, que desde entonces se le conoce con el nombre de mi madre».
«El cerro —continúa Martín— estaba minado por abajo y se podía entrar sin dar en el techo. Tenía una habitación de cemento por dentro, que es donde dormíamos toda la familia, en unas camas que nos llevamos cuando fuimos a Gárgoles de Arriba».
Allí, durante la Guerra Civil, tuvieron las fuerzas de la República situada una ametralladora, con la que defendían el paso del puente de las tropas franquistas. El resto estaba bordeado de trincheras. También tenía un túnel que cruzaba de lado a lado y una boca de entrada al refugio, además de la que tenía cada trinchera.
Preguntado sobre cómo se las arreglaban para hacer la comida, Martín nos cuenta que la hacía su pobre madre allí mismo, en la boca del refugio. «Allí, en la parte de adentro, hacíamos la lumbre, y comíamos lo que daba la tierra: judías, garbanzos, y si se podía se compraba alguna cosa con mil sudores, pues vinimos de Gárgoles completamente desperraos, y por lo tanto, no nos quedó otro remedio que labrar la tierra y sembrar de todo: patatas, judías, calabazas para los bichos y remolacha azucarera. Un día —sigue contando Martín— nos ocurrió una muy gorda, resulta que teníamos una miaja de gallinas en una chabola que les hicimos y un día la zorra vino y se las comió a todas, sin dejar ni una siquiera. Las mulas las metíamos en la cuadra que tenían los de las fuerzas y todos los años criábamos un cochino o dos para matarlos a su tiempo, pues entonces tener un cochino era una garantía para comer la familia».
Al preguntarle en qué condiciones está hoy día el cerro, Martín se pone un poco triste, porque aunque fueron dos años de fatiga, en el fondo le tiene cariño y nos cuenta que hoy tiene todas las bocas cerradas y que lo más seguro es que esté todo hundido por dentro [el nido de ametralladoras sería excavado y restaurado finalmente en una campaña arqueológica en octubre de 2014: el testimonio de Martín se recogió en 1991].
Termina diciéndonos Martín que, a pesar de todo, allí pasó muchos ratos felices, rodeado de su familia, porque lo importante es que estaban todos juntos. «Recuerdo que por las noches, después de cenar, estábamos un rato de conversación y luego nos íbamos pronto a la cama, pues estábamos muy cansados del duro trabajo del día. ¿Distracciones? Ninguna. Lo único que queríamos era que nos hicieran enseguida la casa del pueblo para irnos allí a vivir».
Éste es el testimonio de Martín, contado cincuenta años después de lo ocurrido. Unas vivencias que marcaron, como tantas otras de la Guerra Civil, la vida de Martín, y que dieron nombre a uno de nuestros cerros más populares del pueblo.
(Extraído de Muñoz de Mingo, Germán: «El cerro de la Tía Emilia», Alto Llano, Revista Cultural de Masegoso de Tajuña, primera etapa, n.º 2, agosto de 1991, pp. 3-5, Asociación de Amigos de Masegoso, Depósito Legal N.º GU-3251997.
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Julián nació un día después que su «quinto», Dionisio Villalba, y, hasta la llegada de la guerra, sus vidas transcurrían paralelas en Masegoso, su pueblo. A los dos los movilizaron con 17 años, en la llamada «Quinta del Biberón» en enero de 1937 y los dos estuvieron concentrados en un cuartel, en Guadalajara. A partir de ahí, el destino los puso el uno frente al otro, porque mientras Dionisio acabó supliendo bajas en las filas del ejército de la República, en Madrid, Julián, unos días más tarde, exactamente el día 5 de marzo, fue llevado junto a las tropas golpistas del general Casado, a rendir el Palacio de la Gobernación, en la Puerta del Sol.
Julián fue llamado a filas en enero de 1937, un mes antes de cumplir la mayoría de edad, estando en Solanillos, de donde era oriunda su familia y a donde se habían trasladado a vivir, tras ser evacuados de Masegoso.
Recuerda que bajó a entregarse él solo, al cuartel de Guadalajara, donde se encontró con Dionisio. Desde allí los desplazaron a Albalate de Zorita, a hacer la instrucción. También estuvo unos días en Tendilla.
El día 5 de marzo fue llevado a Madrid, cree recordar que con la 70.ª División, a tomar el Ministerio de la Gobernación, situado en lo que hoy como conocemos como el «Edificio del Reloj», en la Puerta del Sol. Allí estuvieron alrededor de tres días, apostados con los fusiles en las ventanas. En ese tiempo no les dieron de comer y lo único que tomó fue un poco de pescado que le llevó su hermana Petra, que estaba sirviendo en Madrid.
Por la calle Carretas vieron bajar a una Brigada de Carabineros, y se unieron a ellos que iban a la plaza de Cibeles, con la orden de tomar el edificio de Correos, que estaba en poder de las fuerzas leales a la República. Cuenta Julián que la sangre corría por la calle de Alcalá, como se hubiera llovido, y que se veían muchas gorras de milicianos tiradas por el suelo.
Ya en la plaza de la Cibeles, Julián se parapetó tras la estatua de la Cibeles, que estaba cubierta de tierra, para protegerse de las bombas que los comunistas lanzaban desde las ventanas de Correos. Por fin éstos se rindieron y sacaron banderas blancas por las ventanas. Julián cuenta que no hubo piedad para ellos, ya que según iban saliendo fusilaron a todos los mandos. Recuerda que, según se iban rindiendo, Julián le quitó a un soldado una pequeña pistola. Éste, a pesar de la situación, aún tuvo el coraje de decirle: «¡Qué bien que te va a venir, pájaro!».
Desde allí se fueron a Torrejón, pasando antes por Vicálvaro, y allí estuvieron hasta que un teniente les dijo que la guerra había terminado. Tiró en ese momento el mosquetón, y junto con otros 8 soldados de la zona se vino hacia el pueblo. Recuerda que por el camino se encontraron con una Brigada de moros, que se portaron muy bien con ellos, ya que aunque lo normal en esos momentos de desorden hubiera sido que se hubieran quedado con todo lo que llevaban, se lo respetaron, gracias a un mando que así se lo exigió a otro que no lo tenía tan claro. Pasado Alcalá de Henares, alguien, parapetado tras la caja de un camión les tiró unos panes, gritando, «para que no paséis hambre» (Esos detalles de humanidad, en medio de tanta crueldad, todavía enternecen a Julián).
Llegaron a Taracena a la hora de dormir. Uno de los del grupo tenía unos conocidos en el pueblo, y les dieron unos huevos cocidos (que les supieron a gloria) y cobijo.
Al salir de Taracena se encontraron con muchas tropas que bajaban haciendo el signo de la victoria. Un mando les dijo que se tenían que entregar en Guadalajara, y para evitar más problemas decidieron ir campo a través.
En la PRONA (fábrica de cerámica) de Brihuega, se detuvieron a descansar. Desde allí también se veían tropas que salían hacia Guadalajara. Llegaron a Solanillos, donde estaba la familia, por Pajares, y allí les dijeron, de nuevo, que tenían que entregarse.
Julián, aunque no sabía bien los motivos, como tampoco supo por qué estuvo junto a las tropas del General Casado, acabó entregándose, junto a su amigo Narciso, en un campo de concentración que abrieron en Gárgoles. Allí permanecieron tres meses, hasta que los sacaron, gracias al aval de alguien de Solanillos.
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Hijo de Mariano y de Ricarda. Cuando estalló la Guerra, Eugenio estaba de acarreador con el tío Bernabé Santapolonia. Pronto llegaron al pueblo dos coches de los llamados «Hijos de la Noche», con miembros de la C.N.T. y de la F.A.I., con la orden de detener a los siguientes catorce hombres del pueblo, cuyos nombres habían sido dados por Francisco Peña (padre del Paquejo) y Marcelo Villaverde (padre del Paco, que luego se fue a la Argentina):
Los recluyeron en la leñera del ayuntamiento, haciéndose cargo de la llave el señor Paco, el secretario, ya que el alcalde, Mariano Sanz Puado, ese día estaba en Guadalajara. Ningún miembro del Ayuntamiento se opuso a esa detención; tampoco lo hizo Martín Peña, a pesar de la opinión contraria difundida por el pueblo.
Aprovechando que unos militares volvían desde Guadalajara a Cifuentes, el tío Mariano pudo volver al pueblo ese mismo día. Cuando llegó se encontró a las mujeres y otros familiares de los detenidos llorando y dando gritos por las calles. El secretario tenía miedo a los «Hijos de la Noche» y no quería dar la llave de la leñera, pero el tío Mariano, alegando que quien mandaba en el Ayuntamiento era él, se impuso y soltó a todos los detenidos. Esto le costó un fuerte enfrentamiento con los «Hijos de la Noche», a los que les dijo que lo había hecho porque «los conocía a todos y eran buena gente». Uno de ellos, el tío Eugenio, antes de morir, dejó dicho que «si la República perdía la guerra, había que ayudar a Mariano» (sin embargo, fueron algunas personas de esta lista las que luego lo denunciaron).
El cartero de Masegoso era Gabriel Puado Henche, padre de Ricarda, la mujer de Mariano, el alcalde. Julio Vidal, posteriormente cartero, era uno de los grandes defensores de la República. Difundía propaganda de la misma. Sin embargo, cuando acabó la guerra terminó siendo el jefe local de la Falange, y le quitó la cartería a Gabriel Puado, después de haber sido este el cartero durante treinta y seis años.
Guadalajara fue bombardeada por las fuerzas golpistas, nada más estallar la guerra. Era una de las «puertas» de Madrid, y el sonido de las bombas se escuchaba en el pueblo, que había quedado desde el primer momento en manos de la República. Los días transcurrían entre noticias del frente y visitas de los «Hijos de la Noche», apaciguados por el tío Mariano, que ya les había dejado las cosas claras, en un primer momento. Mientras tanto, algunos hombres del pueblo se iban incorporando al bando del que eran afines.
El tío Mariano y su familia no dejaron el pueblo hasta que fueron obligados a ello por la aproximación de las tropas fascistas italianas que habían salido de Algora el día anterior, y lo hicieron a eso de las 5 de la mañana del día 9 de marzo de 1937, un poco más tarde de que las fuerzas de la República volaran el puente. El río bajaba muy crecido y, para cruzarlo tuvieron que bajar hasta Valderrebollo. Allí, con la familia del Palomitas, se quedó la tía Anastasia y el tío Gabriel, padres de la tía Ricarda. El resto de la familia, el matrimonio y sus cuatro hijos Mariano, Eugenio, Antonio y Amparo, con las escasas pertenencias que pudieron cargar en las mulas, prosiguieron el viaje para ponerse a salvo de los italianos. Tiritando de frío y atascados con el barro, llegaron a Barriopedro, donde no se les dio cobijo. Continuaron viaje a La Olmeda, con el mismo resultado, y, sin detener la marcha, llegaron a Valdelagua al anochecer. Algaraceaba y hacía mucho frío. Se refugiaron en la iglesia de este pueblo y allí se calentaron con las maderas de la tarima. Durón estaba lleno de gente que huía del frente de guerra y tampoco los pudo acoger. La ermita de la Esperanza les sirvió de refugio en aquella segunda noche de huida. Desde allí pusieron rumbo a Alocén. Precisamente estaban en este pueblo cuando los italianos fueron expulsados de Masegoso. Escucharon la noticia en la radio de Clauido, el secretario de Alocén, cuya mujer era hermana del tío Juanito Villaverde.
El siguiente pueblo fue Peñarrubia (entre Valdelagua y Picazo). Allí nacieron Adela, Elvira y Milagros, una hermana del Paquejo, que luego moriría de hambre en una institución de la localidad de Haro.
Una vez estabilizado el frente, tras la llamada Batalla de Guadalajara, se aproximaron hasta Solanillos, donde nació Pepe, el hijo más pequeño, en 1939. Allí vivieron en casa de los «Socarras», como vecinos de Juan Cortijo. Mientras tanto, aconsejaron la evacuación de Masegoso, ante la proximidad de las tropas fascistas italianas que se habían afianzado a lo largo de la línea del Risco. La familia se quedó viviendo en Solanillos, hasta que los echaron cuando acabó la guerra. Poco a poco, todas las familias quera de «izquierdas» se fueron encontrando en el corral de la «Pradera de la Virgen», del tío Nicolás (padre del Use). Desde allí iban hasta el pueblo a reconstruir las casas con carrizo.
En una ocasión en la que Mariano iba con Francisco Peña, Martín Peña, Anastasio Mateo y su hijo Eugenio desde Masegoso a Peñarrubia, antes de ir a vivir a Solanillos, un capitán de las fuerzas de la República los detuvo en el Portillo de la Olmeda. Desconcertado por haber sido interceptado por los de su mismo bando, Mariano pidió ser llevado a la casilla de Moranchel, donde estaba instalada la Comandancia. El jefe del puesto, José Castro, comandante de carabineros, conocía bien a Mariano. El capitán que les había detenido estaba hospedado en casa de la tía Vitorina, la madre de Epi. El comandante allí mismo quitó los galones al capitán y lo degradó, cuando Mariano le contó lo que había ocurrido. Después de la guerra, este capitán fue visto en Guadalajara, en la Auditoría de Guerra del ejército franquista.
El ayuntamiento del pueblo, nada más acabar la guerra, se instaló en la que fue la casa de Marcelo. Los de derechas del pueblo se paseaban por las calles, insultando y amenazando a las familias que eran de izquierdas, y enseguida mandaron a la cárcel a sus hombres más señalados:
En primer lugar los llevaron a Cifuentes y desde allí a Brihuega, donde los pusieron a hacer trabajos forzados. Los hijos de Mariano bajaban a Brihuega cuando podían a ver a su padre. El tío Marcelo murió de tuberculosis, además de un hijo suyo. La mujer y la madre de Marcelo, al saber la noticia, se pusieron a dar gritos y a insultar a los vencedores. El tío Alejandro Puado informó de que la familia de Marcelo estaba profiriendo insultos y entonces, todos los de derechas dijeron: «Vamos a dejar lo que estamos haciendo y vamos a matarlos a todos, empezando por los chicos».
Desde Brihuega, los presos fueron llevados a Guadalajara para ser juzgados. Al tío Mariano le pusieron 12 años y un día. Finalmente, estuvo en la cárcel cuatro años y medio. Primero estuvo en la cárcel central y posteriormente en la del Carmen. Al parecer, ninguno de los que había salvado de la muerte ante los «Hijos de la noche» intercedió por él. En esta cárcel fusilaron al tío Gamarra. Este hombre, capataz de carreteras, no pertenecía a ningún bando político, pero tuvo la mala suerte de estar presente cuando detuvieron, y luego fusilaron, al cura de Solanillos, cerca de la carretera. La Cirila de Solanillos, casada con Domingo (hijo del tío Paulino y la tía Anastasia), firmó para que fusilaran al tío Gamarra. La miliciana que disparó al cura en las piernas se llamaba Agustina Sanz (llamada la «matacuras»); fue reconocida casualmente por Eugenio en un programa de televisión. El tío Francisco Peña, padre del Paquejo, enfermó en la cárcel, y luego murió en Madrid tras haber sido liberado.
Mientras tanto, el tío Mariano fue trasladado a Teruel, a la cárcel de Los Capuchinos. El Chiroles de Cifuentes, que tenía amistad con Enrique Borovia, el Jefe de la Auditoría de Guerra, de Guadalajara, medió para la liberación del tío Mariano. Para ello le dijo a la familia que había que entrega a Borovia la cantidad de 7.000 pesetas, una gran cantidad de dinero, tratándose de aquellos tiempos. Así se hizo, no sin gran esfuerzo. Pero una vez que le entregaron esta suma, Borovia se enroló en la División Azul y desapareció con el dinero. El Chiroles lo denunció y, al parecer, le hicieron volver a España, destituyéndole de su cargo. El cura de Las Inviernas, que era familiar suyo, se hizo cargo de la situación y puso ese dinero de su bolsillo. Se lo fue entregando a las familias afectadas, y también a la de Mariano.
Para sacar a Mariano de la cárcel era necesario contar con el aval de alguna persona. Parece ser que nadie del pueblo, quizás por miedo, estaba dispuesto a hacerlo, y la tía Anastasia, su suegra, armada de valor, se presentó en Guadalajara para pedir un aval para Mariano, Francisco Peña, Anastasio Mateo y Martín Peña. Para su sorpresa, se encontró frente a frente, negociando con el capitán que un día detuvo a su yerno en el Portillo de la Olmeda. Era el verano de 1944 y, como tantos otros, se había pasado al bando de los vencedores. Ante la posibilidad de que se difundiera que había estado en el otro bando, se avino a liberar al tío Mariano.
Por entonces, en Masegoso, Regiones Devastadas estaba construyendo el nuevo pueblo. Allí casualmente acabó de albañil Enrique Borovia, trabajando también en Masegoso. Estas obras acogía a muchos obreros y en este anonimato se refugiaron algunos cargos republicanos. Ese era el motivo por el que, de vez en cuando, la policía secreta se daba una vuelta por las obras. En una ocasión, Arturo Faura, aparejador, y el señor Quintín, administrativo, llegaron a las obras de la ermita con dos de estos agentes. Allí trabajaba un obrero, Echevarría, que llamaba la atención por lo ilustrado que era, y por lo distinguido de su porte. Le hicieron bajar del campanario y se lo llevaron detenido. Pidió asearse, como última voluntad. Salió de la cantina, donde se alojaba, vestido con traje y sombrero, y lo fusilaron antes de llegar a Cogollor. Echevarría era un reputado abogado que había luchado en el bando republicano. Bienvenido Gonzalo, compañero de tajo, heredó su caja de herramientas.
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Cuando estalló la Guerra, recuerda que estaban en plena siega. Desde el pueblo se oían los cañonazos que disparaban en Guadalajara.
El tío Monito (Francisco Mateo), que era vecino, estaba eufórico y tenía en su puerta una hoz y un martillo. Le pedía continuamente al abuelo que subiera con las mulas a llevar munición a las trincheras. Para evitarle ese trabajo, el Capitán Palacios (Republicano), que se alojaba en su casa, le hizo un documento en el que decía «que esas mulas estaban requisadas por el Gobierno de la República». Al acabar la Guerra, esto dio lugar a que se las quisiesen quitar. Su sobrino Marcos, el hijo de la tía Dolores, intervino ante el Capitán Anido, del que había sido chofer o ayudante, para que no se las quitaran. También echó después una mano al primo Julio, para que saliera de la cárcel.
La abuela Lucía tenía algunos santos en las paredes. El Capitán Palacios le aconsejó que los retirara para evitar problemas, aunque él lo comprendía, porque su madre, en Madrid, también hacía lo mismo.
Joaquín Portell, un Comisario joven que también estaba alojado en casa de los abuelos, dibujaba muy bien. Hizo un retrato de puntos, del capitán Palacios y de su mujer, que era la admiración de todos. También le hizo un retrato de perfil a la tía Gloria, con un candil colgado de la nariz, por aquello de que la tenía respingona. A la tía Gloria, entonces una niña, no le hizo ninguna gracia. El sargento Boyer, otro Comisario alojado en la casa, propuso a la abuela Lucía el llevarse a la tía Carmen a hacerle compañía a su madre que estaba sola en Alicante. Ellos se harían cargo de comprarle todo lo que fuese necesario. La tía Carmen, que solo tenía 7 años, estaba feliz con la idea, pero, antes de llevarla a cabo, el sargento Boyer fue movilizado y todo se quedó en el aire.
Estos mandos resultaron ser unas personas muy entrañables. Sin embargo, no todos eran así. Una noche en que el abuelo Pantaleón se despidió de unos miliciano con el saludo de “hasta mañana, si Dios quiere”, estos le afearon el que hablase de Dios. La noche estaba muy estrellada, y el abuelo, que tenía una gran inteligencia natural, comentó: «¡Vaya cantidad de candiles que cuelgan del cielo, esta noche!». Ante la extrañeza de los milicianos, que creían que les tomaba el pelo, contestó: «Ustedes dicen que no son candiles, que son estrellas, pero, ¿es que acaso las han visto? Pues lo mismo digo yo de Dios».
La tía Sabina, la mujer del tío Monito, tenía una máquina de coser, que luego pasaron a la casa de la abuela Lucía para que no se la confiscaran los nacionales. Cuando acabó la guerra se la devolvieron.
Cuando entraron los italianos la familia se refugió en la bodega de la tía Vitorina, la madre de la Epi. Estaban todos, excepto la tía Deme, que estaba ya de criada con una familia de Madrid. Precisamente venía hacia el pueblo, y, a la altura de Alaminos los italianos detuvieron el camión. Al final, ella se fue con la familia de Sigüenza, con quienes pasó toda la guerra.
La tía Felisa permaneció mucho tiempo con la familia, pero cuando volvieron a los corrales el abuelo la llevó al coche de línea para unirse con la familia con la que trabajaba, acabando con ella en Cartagena, concretamente, en Cabo de Palos.
Cuando volaron el puente, el abuelo Pantaleón pasaba pan desde Cifuentes, con una cesta y unas sogas que colocó entre dos árboles, a modo de poleas.
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Nació en Masegoso de Tajuña, el 8 de febrero de 1921. Es hijo de Pantaleón y Lucía, y ocupa el quinto lugar de un total de ocho hermanos: Seis mujeres y dos varones. La familia, junto con dos tíos solteros, vivió la mayor parte del periodo de la Guerra Civil en Barriopedro y Mazarulleque (Cuenca), en calidad de evacuados.
Así recuerda Dionisio el periodo de la Guerra:
El día 18 de julio de 1936, cuando empezó la Guerra, yo estaba con mi padre, empezando a segar el centeno en lo que hoy es la gravera del Cerro de la Fuente, en Masegoso. Al principio no sabíamos bien qué es lo que estaba pasando, pero el día 20 se oían ya los cañonazos desde Guadalajara, y veíamos pasar por la carretera los camiones, llenos de gente con los puños en alto y con las banderas de la República. En el pueblo movilizaron a los que ya tenían 18 años (el Donato, el Julio Villaverde, el Luis Mateo…) Al que sabía leer y escribir lo nombraban, directamente, Teniente o Sargento, como fue el caso de mi primo Julio.
Pronto empezaron a actuar los «Hijos de la Noche» que tenían atemorizado a todo el pueblo. Se trataba de un grupo de milicianos que llegaba a los pueblos de noche, en un coche negro y pequeño, preguntando por los posibles sospechosos que pudieran entorpecer la causa de la República. En algunos pueblos, las autoridades y los afiliados o simpatizantes de los partidos de izquierdas aprovechaban la ocasión para denunciar como sospechosos, no solo a los de derechas, sino también a todos los que les caían mal, les tenían envidia o les debían algún dinerillo. A los denunciados les daban el paseíllo o bien se los llevaban a la cárcel. Por suerte, en Masegoso, el alcalde (Mariano Sanz) era muy buena persona y nunca denunció a nadie, evitando así, un baño de sangre, al contrario de lo que estaba ocurriendo en otros pueblos de los alrededores. «Aquí todos somos gente trabajadora, así que, dejadnos en paz», les decía el tío Mariano a los milicianos, aún a costa de ponerse él mismo en peligro.
En Masegoso mataron a un cura, ese mismo verano del 36, nada más empezada la guerra. «El tío Juan y la Águeda, que luego sería mi mujer, lo vieron asomar por los Cerrillos». Era el cura en las Inviernas y había nacido en Solanillos. Estaban por la carretera el tío Negrete (el padre de la Gabriela Roa) y el tío Gamarra, que era capataz. El cura iba vestido de segador, pero el tío Negrete lo reconoció enseguida, y lo detuvo, en presencia del tío Gamarra. Luego llegaron los milicianos, le mandaron que echara a correr hacia su pueblo, y lo fusilaron allí mismo, en lo que hoy se le llama «El Pedazo del cura». El tío Negrete les tenía miedo a los «Hijos de la noche», y el tío Gamarra, aunque no tenía una ideología declarada, no tuvo más remedio de cumplir con la orden de retener al cura. Luego, en el mes de marzo de 1.937, cuando llegaron los italianos al pueblo, al tío Negrete no le dio tiempo a huir. Cuando éstos se enteraron de su ideología y de lo que había hecho con el cura de las Inviernas, se lo llevaron detenido y nunca más se supo de su paradero. Otro hombre del pueblo, el Paulino Villaverde, marido de la tía Irene, se pasó enseguida al frente nacional, aunque, por la noche, se decía que venía a ver a su mujer, que estaba embarazada. En una ocasión incluso lo detuvieron los italianos, aunque enseguida lo soltaron al declarar de qué bando era.
Pasada la Batalla de Guadalajara, en marzo de 1937, el pueblo volvió a estar en manos de la República hasta el final de la Guerra. Los italianos solo estuvieron en el pueblo un par de semanas y, aunque fue muy poco tiempo, los chicos aún pudimos aprender algunas palabras en italiano: pecora (oveja) agnello (cordero), picoletta (carta pequeña), paura (miedo)...
Los hombres de izquierdas, sobre todo el Banderas y el Anastasio, el marido de la Mauricia, propusieron a las autoridades de la República el evacuar a la gente a otros pueblos. Decían que para evitar el que algunos ayudasen a los italianos que estaban por el Risco y el Tiricuende, pero la gente se resistía y se quedaban por los corrales del campo, para volver a sus casas, a la primera ocasión.
Finalmente dieron la orden de evacuación: el abuelo Juan y la abuela Eufemia, los padres de la Águeda, mi mujer, se fueron, en un primer momento, a Solanillos, pero, como los hermanos de la abuela Eufemia eran de izquierdas, siguieron viaje a la Olmeda para no crearles problema, ya que al abuelo Juan lo consideraban de «derechas». En la Olmeda los acogieron muy bien y no dejaron que los evacuaran a otro pueblo, cuando los milicianos quisieron mandarnos a otro que estuviera más alejado del frente.
A los de mi familia nos llevaron a Mazarulleque (Cuenca), desde Barriopedro, a donde habíamos llegado en un primer momento. Un autobús nos dejó en medio de la plaza del pueblo. Estábamos mi madre (la tía Lucía), mis hermanos (Carmen, Jesús, Anastasia, Felisa y Dionisia) y yo mismo. Recuerdo que estuvimos solos en la plaza durante un buen rato. Hacía mucho frío, y nadie nos daba cobijo. Además, algunos hasta nos ponían mala cara porque decían que allí había poco para repartir. Sin embargo, luego se portaron muy bien con nosotros. Nos dieron una casa y nos admitieron en la cooperativa a mi padre y a mí. Las mulas se quedaron en Barriopedro, al cuidado del tío Malacuera, y las gallinas vinieron después, sobre las mulas, en una jaula de conejos. Gloria, otra hermana, que se había quedado en Barriopedro, se unió más tarde al resto de la familia. A la hermana mayor, Deme, la guerra le pilló sirviendo en Madrid y no supimos nada de ella hasta que acabó.
El 8 de febrero de 1939, yo cumplía 18 años. Un mes antes fui llamado a filas por el ejército de la República, y mi padre, Pantaleón, me acompañó hasta Guadalajara para entregarme al ejército. Había sido pastorcillo desde los ocho años, no había salido nunca del pueblo, y esta iba a ser la primera vez que me alejaba de mi familia.
Desde allí me mandaron a hacer la instrucción a Albalate de Zorita. Mientras tanto, el abuelo Juan (que luego sería mi suegro), con 42 años (la «Quinta del Saco») hacía lo mismo en Almonacid de Zorita. Parece ser que, en estas fechas, la Guerra se acercaba a su final. El coronel Casado estaba perpetrando un golpe de Estado (eso lo supimos después), el presidente del Gobierno, Negrín, ya había huido de España, y solo los mandos comunistas seguían leales al Gobierno de la República. Ya casi no quedaban soldados y por eso recurrieron a los que íbamos a cumplir 18 años. En Guadalajara estaba Cipriano Mera, que colaboró con Casado en el golpe contra la República. Quizás por ello, y para evitar que nos incorporásemos a las tropas leales a la República, nos tuvieron tres días encerrados en la iglesia de San Nicolás, muertos de hambre, sin comida ni bebida.
Estando allí encerrado fueron a visitarme el abuelo Juan y el Alfredo, el hijo de la tía Martina, y después me fui con ellos, a su casa. Debí de caer bajo un mando comunista, leal a la República, porque, desde allí, ya con los 18 años cumplidos, me llevaron, junto con otros 17 compañeros, a cubrir las bajas de la Brigada 200, en el pueblo de Hortaleza (Madrid). De ahí pasamos a las Rozas y a los Nuevos Ministerios: Teníamos que defender Madrid, que estaba cada vez más sitiado. Recuerdo que en El Julián de la Rubia, que también estuvo encerrado en la iglesia de San Nicolás, finalmente acabó con los mandos favorables al golpe de Estado. Entre ellos se encontraba el anarquista Cipriano Mera, muy anticomunista, y uno de los hombres de Casado. Había estado al mando de las tropas de Guadalajara, casi durante toda la Guerra y tenía mucha influencia en algunos mandos.
Los choques entre los dos bandos cada vez eran mayores, aunque nosotros no sabíamos lo que estaba pasando. En algún momento nos mandaron a ir a detener al hijo de Casado. Nos dijeron que ya se había ido, y nosotros nos pusimos tan contentos. Desde los Nuevos Ministerios, mi Brigada pasó a defender el Puente de San Fernando, en el Henares. El río dividía a las fuerzas socialistas y comunistas: en la margen derecha estábamos los comunistas y en la izquierda los socialistas.
De pronto nos empezaron a llegar disparos procedentes de Torrejón, donde estaban los socialistas. «Se están equivocando de objetivo», pensamos al principio, pero enseguida nos dimos cuenta de que habíamos pasado a ser enemigos. No sabíamos qué es lo que estaba ocurriendo, pero el mando nos apuntaba gritando: «¡Disparad, disparad!». De pronto, alguien dijo: «¡Fuego al mando!». Y allí quedó muerto. En mi Brigada había cerca de 12.000 hombres, y recuerdo como si fuera hoy que mi compañero, el que estaba en el pozo de al lado, caía muerto por la metralla de un disparo socialista que le agujereó la manta cruzada sobre el pecho. Hacía poco tiempo que habían ido a visitarle a la trinchera su mujer y un hijo pequeño. Yo sólo tenía 18 años, y me encontraba perdido en medio de las bombas y los disparos.
Por la Carretera General, en dirección a Madrid, venían muchos camiones cargados de tropas socialistas que gritaban consignas pidiendo que nos rindiésemos. Luego supe que en uno de ellos iba mi primo Paco, de Valderrebollo. Los que quedamos vivos, después de la batalla del puente de San Fernando nos entregamos a los socialistas. Antes de rendirnos, yo tiré mi fusil al río, y estoy seguro de que aún debe de andar por allí. Lo recuerdo cada vez que cruzo el puente del Henares hacia Madrid o camino del pueblo. Después de aquello, por las cunetas corrían ríos de sangre.
Después, nos internaron en el manicomio de Alcalá, y allí estuvimos tres días, sin recibir comida ni bebida. El capitán al mando de los prisioneros, que no era mala persona, nos dejó marchar, en vista de que no podía darnos de comer. ¡Al fin y al cabo, todos pertenecíamos a la República y éramos sólo unos pobres soldados que obedecíamos al mando!
En compañía del Demetrio, de Valderrebollo, que también estaba allí, volví andando hasta Barriopedro, donde estaba mi tío Eladio. A la altura de Guadalajara nos tuvimos que meter por debajo del puente, para no ser vistos por los centinelas que controlaban el paso. Luego, en Brihuega, nos dieron de comer un par de huevos fritos que nos supieron a gloria. Desde allí, antes de llegar a Barriopedro, pasamos por Castillo, donde el Demetrio tenía familia y también nos trataron muy bien.
Ya en Valderrebollo, unos zapadores socialistas, amigos del abuelo Pantaleón, le recomendaron a Demetrio que nos entregáramos al mando. Así que cogimos un camión, el Demetrio, el Paco, el Isidro, el Esteban y yo, y volvimos a Madrid, en busca de nuestra Brigada, por si la Guerra no fuese a acabar todavía.
Yo me acercaba todos los días hasta las verjas del Retiro, junto con un hijo de la tía Ascensión (hermana de la tía Elisa) donde me había alojado, para ver si encontraba mi Brigada. Uno de esos días, de vuelta a casa, vimos que la gente iba por las calles cantando con el brazo en alto. La Guerra había terminado. Por los altavoces pedían que todos los soldados se entregasen en sus respectivas Brigadas. Yo, para no ser una carga en la familia, me fui hasta el estadio del futbol (luego, el Santiago Bernabeu) donde se habían concentrado muchos prisioneros. Un soldado, a través de la alambrada, me dijo que no se me ocurriera entregarme, que allí, o me moría de hambre, o me tragaban los piojos.
Mientras tanto, los de Valderrebollo habían encontrado a su Brigada, que estaba estacionada en Usera y me uní a ellos. Junto con mi cuñado, el Bienve, me alojé de nuevo en la casa de la tía Elisa. Los trenes salían cada día de la estación de Atocha, llenos de gente, y no había forma de subirse en ninguno de ellos. Por último, y a fuerza de buscar transporte, encontramos un camión que nos trajo hasta Guadalajara. Desde allí tuvimos que avanzar a escondidas porque se oían las voces de las tropas moras, que bajaban de los cerros, dando gritos. A Brihuega tampoco entramos y nos desviamos por Villaviciosa, para llegar a Barriopedro, a eso de las 2 de la mañana. Había acabado la Guerra y aquel mismo día llegó el abuelo Pantaleón a Valderrebollo, con los muebles, desde Mazarulleque, en una galera.
Masegoso estaba completamente hundido y nos quedamos a vivir en Valderrebollo, donde teníamos familia, pero no nos trataron tan bien como en Barriopedro o en Mazarulleque. A la tía Carmen no le dejaban ni coger hierba para los conejos. Los primos, Paco e Isidro nos dijeron que podía hacerlo en sus pedazos, pero ni eso lo permitió el conjunto del pueblo.
Empezaba la posguerra que fue tan dura o más que la guerra: había poco para repartir y éramos muchos para recibir. Pero eso ya es otra historia.
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Nacida el 30 de marzo de 1923.
Hija de Pantaleón y de Lucía, recuerda Gloria que los italianos, nada más entrar en el pueblo (marzo de 1937) se comieron todos los huevos de las gallinas que vieron en los corrales. Algunos estaban hueros y pensaban que trataban de envenenarles. Así ocurrió con los de las gallinas de la tía Martina (Viuda del tío Ruperto).
A la abuela Lucía también le robaron los dos cochinos que criaba para poder dar de comer a toda su familia. Lo asaron en el puente, insertándole dos bayonetas.
A las tías Dioni, Deme y Felisa les pilló la Guerra fuera de casa. Estaban sirviendo en Madrid. Deme intentó entrar, justamente cuando lo hacían los italianos. Pararon el camión en el que venía, a la altura de Alaminos, y tuvo que irse a Sigüenza, donde vivía la tía Dolores, hermana de la abuela Lucía.
Recuerda que los milicianos, antes de que llegasen los italianos al pueblo, dispararon a la Blasa a una pobre mujer que venía a pedir desde las Inviernas, una vez por semana. La mataron cerca de la cochera (donde se refugiaban los pobres) Algunos dicen que fue porque pensaron que llevaba y traía información.
Una vez que los italianos se fueron del pueblo, los «nacionales» se parapetaron en los cerros de Alaminos y Cogollor, y, desde allí disparaban sobre todo lo que se movía. A Gloria le ocurría muy a menudo, cuando iba a por agua a la Fuente Vieja, que tenía que sortear los disparos. Una vez, un proyectil cayó en la cuadra de sus padres y mató a una mula, reventándole la tripa. Esto suponía una enorme desgracia y casi la ruina para la familia.
Al abuelo Pantaleón, que era muy trabajador, lo veían trajinar por el campo desde los cerros de Alaminos. Dicen que lo reconocían porque llevaba una mula blanca. El hecho es que nunca le dispararon.
Antes de llegar los italianos, venían al pueblo, en coche, los llamados «Hijos de la Noche». Al cura, Don Pablo de Juan, le obligaron a pasear por el pueblo con un fajín rojo y una hoz y un martillo sobre la sotana.
El abuelo Pantaleón le aconsejó irse por la noche a su pueblo (era de Mirabueno) pero no se atrevió. Finalmente, se lo llevaron a la cárcel de Guadalajara. Allí, cada vez que bombardeaba la aviación italiana, sacaban a los presos al patio para que los mataran. Y así ocurrió.
Al tío Eladio, hermano de la abuela Lucía, que había sido seminarista, también se lo llevaron a Guadalajara los de la C.N.T., denunciado por uno del pueblo. Tuvo suerte, y pudo volver.
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© Masegoso de Tajuña, 2018