Las costumbres y tradiciones de Masegoso, desde el ámbito de las celebraciones religiosas (las fiestas patronales de San Martín y San Bernabé, la bendición de los campos en San Isidro y el día del Corpus, la visita de la Virgen, los altares de mayo) a expresiones festivas populares (el baile) o actividades cotidianas o de esparcimiento (los paseos por la carretera), la afición al teatro, la gastronomía (la matanza), la obra pía de doña Petronila Rodríguez Rivadeneira y los deportes tradicionales (la pelota y los bolos) son solamente algunas de las expresiones que, aun siendo en algunos casos similares a las de muchos otros pueblos castellanos, con sus peculiaridades caracterizan a los masegosanos: dos galerías de imágenes dan testimonio de cómo antaño y hogaño han vivido muchos de esos momentos.
El penúltimo fin de semana de agosto celebramos nuestras fiestas patronales en honor de San Bernabé y San Martín. Como viene siendo habitual, el sábado honramos a San Bernabé. El domingo le toca a San Martín. Recordemos brevemente la historia de cada uno de nuestros patronos.
San Bernabé nació en Creta en el siglo I. No es uno de los doce apóstoles que acompañaron a Jesús, pero sí es uno de los setenta mencionados en el Evangelio. Bernabé en un viaje a Jerusalén encontró a Jesús y abandonó todas sus posesiones para seguirlo. Fue compañero de San Pablo, con quien viajó para predicar. Su nombre original era José, pero los apóstoles se lo cambiaron por el de Bernabé, que significa «el esforzado, el que anima y se entusiasma», lo que se identificaba con su carácter.
Se le representa con un libro, una palma y algunas piedras en la mano. El libro puede encontrarse en todos los santos, preferentemente en evangelistas y doctores de la iglesia. La palma simboliza el martirio. Las piedras, la lapidación. En el caso de Bernabé, sabemos que fue lapidado y quemado vivo por los judíos en Salamina (Chipre), hacia el año 63. Su cuerpo fue hallado en el 458 d.C., llevando en el pecho el evangelio de San Mateo, que, junto con las piedras de la lapidación y la palma del martirio constituyen, como queda dicho, los atributos de su iconografía.
Aunque nosotros lo celebremos en agosto, su festividad es el 11 de junio.
San Martín, nacido en el año 316 en Hungría era hijo de un militar, cuya profesión también ejerció él.
De familia acomodada, viajó por Italia, donde recibió formación militar y más tarde llegó con su tropa a Francia. Allí, cuando tenía 21 años, yendo a caballo un frío día de invierno protegido con una buena capa, encontró a un mendigo medio desnudo tiritando de frío. Al verlo desenvainó su espada y partió su capa en dos, dándole la mitad al mendigo (así es como lo tenemos representado en nuestra imagen).
Desde joven tenía inclinaciones religiosas y acabó siendo obispo de Tours (Francia). Su media capa se convirtió en una reliquia a la que empezaron a llamar «capilla» y, colocada en una urna, era venerada por la gente, que solía decir: «Vamos a orar donde está la capilla». De ahí procede el nombre de capilla dado a pequeños recintos para orar.
Y aunque, al igual que San Bernabé, nosotros lo celebremos en agosto, su festividad es el 11 de noviembre.
En ese día celebrábamos antes la fiesta. Después de recoger las judías y las patatas que eran alimentos imprescindibles para el sustento de las familias, venía la feria de Cifuentes y la fiesta de San Martín. Era como el principio de una nueva etapa, llegaba el invierno y con él las lumbres, las nevadas (no como ahora que no sabemos lo que es la nieve), las matanzas y la estufa en la escuela.
Los mozos y mozas que trabajaban en Madrid venían al pueblo en el Flora Villa [el autobús, coche de línea], se marchaban después de la fiesta y normalmente no volvían hasta la de San Bernabé que se celebraba en el mes de junio.
Unos días antes, con los huevos que ponían las gallinas del corral, harina de los trigos, y otros ingredientes se hacían los bollos y madalenas en el horno del Pepe. Con ésto se invitaba a los forasteros que acudían en esos días al pueblo.
Eran días especiales para todos pues las fiestas eran muy notables. El día 10 las vísperas al anochecer, el 11 la misa y procesión por la mañana, como ahora. Es oportuno señalar que antes de cada procesión se subastaban las andas: es decir, los paisanos pujaban por el honor de llevar cada uno de los palos de la imagen del santo durante el trayecto.
La comida principal seguía siendo el cocido, pero algo diferente al resto de los días, ya que la sopa se hacía de fideos, los garbanzos llevaban albóndigas y más carne, las judías de la noche no eran solas, había segundo plato: pollo (de corral) con tomate, lomo de cerdo, o carne en salsa de cordero o de oveja.
Por la tarde los mozos y mozas bailaban en el salón de «Las Palmeras». Los padres también se marcaban sus pasodobles, y si no bailaban se sentaban en el banco que había alrededor, para no perder detalle de las parejas que se formaban, esto sería tema de conversación después en los solanos, la fuente, el Caz, etc. Los más pequeños también bailábamos, correteábamos por entre las parejas, nos metíamos debajo del escenario fijo de los músicos, que solían ser El Escopeto o los de Hontanares, vamos que lo pasábamos en grande. Paraba el baile unas dos horas para cenar, se solía invitar a los forasteros y después otra vez al baile, pero los peques a la cama.
Cuanto cambian los tiempos, ahora compramos los bollos, no existe el horno del Pepe, el escenario que montan los grupos (nada de músicos) no entraría en el salón de «Las Palmeras» aunque estuviera, nuestros hijos nos piden pizzas, hamburguesas, sándwiches, están en sus peñas más que en el baile. Celebramos nuestra fiesta en agosto, bailamos en la plaza, pero se podría hacer hasta en el Alto Llano por la potencia de los altavoces.
Pero en fin, por esto nuestro santo no se nos enfada, pues es bueno celebrarlo en el momento que hay más personal en el pueblo, para convivir, juntos.
Lo que sí nos pedirá San Martín a las gentes de Masegoso es que sepamos ayudar a los que lo necesiten y en estos tiempos que corren también los hay que necesitan «media capa» y algunos no precisamente por frío.
Otra tradición de Masegoso es que el día de la fiesta «las mozas» se pongan bien guapas vistiéndose de alcarreñas para festejar a nuestro patrón.
Empezando por la que vive más lejos de la iglesia, y terminando por la que vive más cerca, los músicos van a buscarlas a cada una de ellas a su casa, y al son de la música se va formando un grupo cada vez más numeroso, que recorre las calles de nuestro pueblo en un acto muy emocionante y bonito.
(Adaptado de Villaverde López, Pilar: «San Bernabé y San Martín», en Alto Llano, Revista Cultural de Masegoso de Tajuña, segunda etapa, n.º 30: 2016, pp. 8-10, Asociación de Amigos de Masegoso, Depósito Legal n.º GU-3251997; de López, Celia: «San Martín», en Alto Llano, segunda etapa, n.º 10: otoño-invierno de 2003, pp. 8-10; y de Redacción revista: «El verano. El día de la fiesta», en Alto Llano, segunda etapa, n.º 20: otoño-invierno de 2008, pp. 6-8).
Podemos atestiguar los que hemos nacido en un pueblo que San Isidro es un santo muy querido en el campo y que raro será el lugar en el que no se le festeje. Unas semanas antes del día de San Isidro y con una tradición mucho más antigua (el santo fue canonizado en 1623 y convertido en patrón de los labradores) se celebraban las Rogativas para implorar lluvias para el campo. En nuestro pueblo al amanecer se partía en procesión desde la iglesia, con la cruz parroquial al frente, hasta llegar al transformador, en la Pontezuela, la Ermita o la Cruz de Cantero (esto antes de la Guerra Civil), que era una piedra redonda que estaba colocada en la bajada hacia el lavadero actual.
Durante la procesión se cantaban las «rogativas» o «letanías», que era una invocación a todos los santos, y cuando se llegaba al lugar, el sacerdote bendecía con el hisopo los campos que desde allí se divisaban para propiciar unas lluvias que tanta falta solían hacer para la grana.
Por fin, el 15 de mayo, cuando el campo está en todo su esplendor, se celebra el día de San Isidro. Una vez celebrada la misa en su honor, es costumbre subir en procesión hasta el Alto Llano, cubierto por estas fechas de tomillos y romeros florecidos. Desde allí, y ante un horizonte sobrecogedor de trigos y cebadas, el sacerdote vuelve a bendecir la futura cosecha, para posteriormente repartir pequeñas cruces de cera entre los miembros del Ayuntamiento, como símbolo propiciatorio de buenas cosechas para el pueblo.
Al salir de misa, San Isidro nos proporciona una panota y un huevo cocido a cada uno de los asistentes. Lo hace por medio de las mejores intermediarias: las mujeres de la Asociación de Mayores, que en su nombre se encargan de todo, de comprar los huevos y cocerlos la tarde anterior, de encargar las panotas y de que haya también vino y sangría para acompañarlos. Es posible, pero no podemos asegurarlo, que el origen de esta tradición del reparto de alimentos esté en que San Isidro repartía su olla de comida entre los más necesitados, y milagrosamente la olla siempre aumentaba el contenido hasta que llegaba para todos. En otras ocasones, una gran chuletada por la tarde pone punto final a esta festividad que, sean cuales fueran sus orígenes, ha calado profundamente en el ánimo de todos cuantos somos o nos sentimos labradores.
(Adaptado de Vidal, Belem, y Villalba Cortijo, Pilar: «San Isidro, patrón de los labradores», en Alto Llano, Revista Cultural de Masegoso de Tajuña, primera etapa, n.º 4: mayo de 1992, pp. 10-12, Asociación de Amigos de Masegoso, Depósito Legal n.º GU-3251997; de Villaverde López, Pilar: «San Isidro», en Alto Llano, segunda etapa, n.º 30: 2016, pp. 42; y de Una que estuvo allí: «San Isidro Labrador», en Alto Llano, segunda etapa, n.º 28, 2014, pp. 39-40).
Para celebrar el día, previamente preparamos el Monumento primorosamente en el arco de la entrada del Centro Social, en las antiguas escuelas. Después se celebra la misa. Como cada año, al terminar la misa, la procesión con el sacerdote bajo palio llevando la custodia, se dirige al lugar donde esta instalado el monumento. Después, la procesión continúa recorriendo las calles del pueblo para volver a la iglesia.
(Adaptado de Villaverde López, Pilar: «Celebración del Corpus Christi», en Alto Llano, Revista Cultural de Masegoso de Tajuña, segunda etapa, n.º 30: 2016, p. 43, Asociación de Amigos de Masegoso, Depósito Legal n.º GU-3251997).
Cuando yo era pequeña y vivía en Masegoso, nos visitaba la Virgen.
Esto era así, aunque suene raro desde la distancia en las ciudades, donde no hay costumbre de visitar. Todo está lejos. No hay tiempo para nada. Como mucho, una llamada telefónica... vivimos muy deprisa, como si el tiempo se fuera a acabar y resulta que quien se acaba somos nosotros.
Volviendo al principio, recuerdo que mi madre decía: «Hay que poner en el comedor (era la mejor habitación de la casa) la mesita con el paño blanco encima; preparar las lamparillas y algunas flores (generalmente eran de los tiestos), porque hoy viene la Virgen a visitarnos».
Al atardecer, venía nuestra vecina con una caja de madera barnizada, que tenía forma de capilla, dentro de la cual estaba la Virgen y se quedaba en casa un par de días.
Mi madre la recibía y le ofrecía la casa, como si se tratara de una persona y no de una imagen. Toda la familia le rezábamos. Era muy bonito...
Antes de que saliera de casa le hacíamos una despedida y la Virgen era llevada a la casa de otra vecina, donde, como era natural, le tenían preparado un sitio de honor. Y así, a esperar hasta que la Virgen visitara todas las casas del pueblo y llegase otra vez a la nuestra.
Es posible que hoy aún se siga haciendo esto, no lo sé; pero recuerdo que viviendo mis padres, ya mayores, he visto a la Virgen en casa. La tenían en la habitación de ellos, pero con su lamparilla y sus flores como siempre.
(Adaptado de Villaverde López, Anita: «Hoy nos visita la Virgen», en Alto Llano, Revista Cultural de Masegoso de Tajuña, segunda etapa, n.º 2: otoño-invierno de 1997, pp. 14-15, Asociación de Amigos de Masegoso, Depósito Legal n.º GU-3251997).
Mayo era uno de los meses favoritos para los chicos y chicas de la escuela, aunque los mayores tuvieran que ir a escardar por las tardes. Y es que con la celebración de las «flores», la preparación del altar de la Virgen, los ensayos de los «versos» y las charlas que don Julián bajaba a darnos de vez en cuando, se cambiaba el ritmo monótono de las clases por otro más relajado y festivo.
Ya antes de que llegara el primer día de mayo, las chicas mayores junto con la maestra preparaban el altar de la Virgen. Este se montaba con una estructura de madera en forma de escalones que se adosaba a la pared hasta llegar a la altura de la peana desde donde la imagen de la Virgen presidía la clase. Unas sábanas viejas, prendidas con alfileres, recubrían la madera
Mientras, las más pequeñas corríamos a las casas en busca de algunos vasos de cristal con dibujillos (de los que traía la leche condensada) para poner las flores.
El tiempo que duraba la preparación del altar no había clase, y las chicas andábamos arremolinadas alrededor de las mayores que eran las que hacían y deshacían, y esperando que la maestra nos honrase con mandarnos algún recado.
Para nuestra mayor alegría, éste solía consistir en darnos permiso durante el recreo para ir a por flores a los sembrados. Al rato, todas volvíamos jadeantes de los trigos, con manojos de «sanjuanes» amarillos, claveles azulones, margaritas de las regueras, amarillos lirios del Caz o morados de los jardines. Si habían florecido, también traíamos lilas de la tía Asunción, y las que iban a escardar, olorosos ramos de espino blanco para colocar a los lados del altar.
Además de preparar el altar, había que ensayar los versos que cada día tras las «flores» echábamos en la iglesia.
Ya desde mediados del mes de abril la maestra repartía los versos que había que ensayar todas las tardes, hasta sabérnoslos como «papagayos», que para desgracia de las artes declamatorias, era como al final los recitábamos.
Llegado el momento de la verdad, y cuando don Julián terminaba el último rezo de las «flores», un sudor frío y un gran temblor de piernas se apoderaba de las que ese día nos tocaba «echar el verso». Un codazo de las amigas nos devolvía a la realidad y, recogiendo del suelo el ramo ya casi despeluchado, avanzábamos con él en la mano hacia el altar de la Inmaculada, en medio de una enorme expectación.
Un nudo nos aprisionaba al principio la garganta, pero entre carraspeos y movimientos de ramo, casi siempre salíamos airosas del trance. Cuando no era así porque de golpe el verso se nos borraba de la mente, acabábamos en un mar de lágrimas, temiendo la reprimenda que nos esperaba a la salida por parte de madres y abuelas que nos reprochaban no haberlo repasado más.
Y así, entre los trajines de cambiar las flores del altar y ensayar los versos, se pasaba volando el mes de mayo. Y tendríamos que empezar a desmontar nuestro altar de la escuela... y ya no habría excusa para salir a por flores durante el recreo... y ya no iríamos por las tardes a ensayar los versos a casa de la maestra... y pronto se secarían los lirios del jardín y se agostaría la hierba... ¡Menos mal que las vacaciones estaban a la vuelta de la esquina!
(Adaptado de Villalba Cortijo, Pilar: «Versos y altares en el mes de mayo», en Alto Llano, Revista Cultural de Masegoso de Tajuña, primera etapa, n.º 6: marzo de 1993, pp. 13-14, Asociación de Amigos de Masegoso, Depósito Legal n.º GU-3251997).
Por las calles bullía la chiquillería que a esas horas acababa de salir de la escuela. Iban corriendo a sus casas a por la merienda, que pocos días era diferente al anterior, pan untado con manteca de cerdo y un poco de azúcar por encima. Rápidamente salían a la calle a corretear. La mayoría de las veces tenían que ayudar en casa, las chicas en las tareas del hogar, lavando la ropa, tejiendo calcetines o hilando lana de los vellones que habían lavado días atrás, después del esquile. Los chicos en el campo, ayudando a arar o sembrar, o llevando las mulas a la dula, segando, acarreando, atendiendo al ganado… Eran tantas las cosas que había que hacer que quedaba poco tiempo para la diversión.
En casa de la tía Serafina no se paraba un minuto. Los nervios estaban a flor de piel. Serafina y Manuel tenían 8 hijos y Josefa, la mayor de todos, se casaba en unos días. Todavía era muy joven, apenas había cumplido los 19 años, pero en unas fiestas de San Martín, no paró de bailar con el Antonio y desde entonces, todas las tardes que podían iban a dar un paseo juntos, siempre acompañados de alguno de los hermanos de Josefa, que bien se encargaba la Serafina de que no fueran solos. Solían verse a las puestas del sol. Ella bajaba a la fuente a por agua y él la acompañaba y le ayudaba a subir los cántaros. Poco tiempo era el que tenían, apenas podían hablar, pero sus miradas lo decían todo. Estaban deseando casarse para poder estar juntos y formar su propia familia.
La tía Serafina estaba muy nerviosa, solo faltaban 4 días para la boda. Se iban a juntar muchos. Era costumbre invitar a todos los mozos y mozas del pueblo, también venían unos primos suyos de La Olmeda que con el resto de la familia se juntarían más de 60.
Serafina y sus hijas llevaban varios días haciendo untaos en el horno, unos buenos bollos de manteca, tortas de copete, madalenas, el horno apenas descansaba. También tenían que matar unos pollos del corral, no muchos, ya que la economía de la familia solo daba para una discreta celebración. Esa era la pena que tenía Serafina, no podía darle a su hija un ajuar como hubiera deseado, apenas les llegaba para comer los 8 hijos y el matrimonio.
Por las noches Serafina apenas podía conciliar el sueño, era su hija mayor la que se casaba y apenas podía darle nada, de momento le dejaría la cama en la que dormían los dos hermanos pequeños, que pasarían a compartir cama con los dos siguientes. Un par de sillas, unos pucheros, una fuente y cubiertos era todo lo que le podía ofrecer. Su novio, el Antonio, había hecho una mesa con 4 tablas y con eso podían empezar.
Una noche llegó su marido, el Manuel, muy nervioso. «Serafina —le dijo—, no tenemos que apurarnos, acuérdate de la Señora Petronila de Rivadeneira, aquella que dicen tenía un Palacio y que todas las tierras eran suyas. ¿Recuerdas que siempre hemos oído hablar de ella y de que dejó en el banco dinero para todas las mozas del pueblo? Me lo ha recordao el Acacio, a cada moza del pueblo que se case, le corresponde una dote, un dinero que se tiene que solicitar y que se entrega a cada novia. Mañana mismo me bajo a Guadalajara».
Y dicho y hecho, Manuel se bajó a Guadalajara en el coche correo y movió todos los papeles. Cuando por la tarde llegó a casa, su cara era otra. «Serafina, no padezcas más, me han dicho que le corresponden 300 pesetas», le espetó a su mujer, que todavía algo incrédula rompió a llorar.
Su hija Josefa se compró una cama como Dios manda, una mesilla de noche y dos arcones para guardar la ropa, uno para él y otro para ella. Todavía le quedó algo para completar su ajuar.
Aún hoy en nuestro pueblo quedan testigos de aquella prebenda que disfrutaron las mozas, las últimas en hacerlo fueron la Encarna, la Dionisia y la Rosario del Bienve. Y también podemos ver la calle del Palacio, seguramente porque en esa zona estaría más o menos situado el Palacio. A Doña Petronila se le dedicó una calle en agradecimiento a su generosidad, y que permanecerá en nuestra memoria para siempre.
[Doña Petronila Rodríguez Rivadeneira, VIII señora de Masegoso, fundó esta obra pía en su testamento el 28 de mayo de 1602. La obra donaba anualmente una cantidad de dinero como dote para la boda o el ingreso en vida religiosa de las hijas y descendientes de sus sobrinas y parientes y de las servidoras de su casa y para las muchachas de Masegoso huérfanas o sin recursos, además de otra aportación para el hijo del pueblo que quisiera ser sacerdote. El patrono sería el señor de Masegoso, con el concejo de la villa como compatrono. La obra comenzó con un capital de dos mil novecientos cincuenta ducados y se mantendría con las rentas obtenidas de ciertas parcelas ligadas en exclusiva a ella, en el mismo Masegoso y en otros pueblos. El capital quedaría guardado en un arca que se abriría tan sólo en presencia de los tres guardianes de sus llaves (una estaría en poder del señor de Masegoso, otra del concejo y otra del depositario). La obra pía sobrevivió a los avatares de los siglos (la extinción del régimen señorial en España, las desamortizaciones del siglo xix, varios litigios por la titularidad del patronazgo y la Guerra Civil). En 1957, tres últimas muchachas solicitaron y recibieron las dotes, cada una de alrededor de 400 pesetas. Después, nadie más las recibió, quizá porque falleció en 1959 el último patrono, Alejandro Martínez de Azagra, descendiente de los señores de Masegoso, y sus herederos no continuaron con la gestión. En 1981 el Banco de España anunció que aún había, de la obra pía, un depósito de 30.000 pesetas y una cuenta corriente de 19.631,87 pesetas sin movimientos y que nadie reclamaba, por lo que pasaría a titularidad estatal. En 1995 el Ministerio de Asuntos Sociales transfirió la obra a la Comunidad Autónoma de Castilla-La Mancha. Sin embargo, desde 1957 nadie más ha solicitado la dote].
(Adaptado de Casado Peña, Asunción: «Una mirada al pasado», en Alto Llano, Revista Cultural de Masegoso de Tajuña, segunda etapa, n.º 19: primavera-verano de 2008, p. 5-6, Asociación de Amigos de Masegoso, Depósito Legal n.º GU-3251997; y de Mangas Peña, Jorge: «Nombres del pasado de Masegoso», en Alto Llano, Revista Cultural de Masegoso de Tajuña, segunda etapa, n.º 31 monográfico, 2017, p. 31-32, 36-37).
En un lugar de Masegoso de Tajuña de cuyo nombre creo acordarme, no ha mucho que existía un Salón de Baile, el Salón «Las Palmeras», que desapareció con el tiempo, no recuerdo muy bien por qué. Pero la causa no es muy importante, ya que lo que voy a realizar es tratar de explicaros como «nos lo montábamos» en la década de los 70 en cuanto a eso de «mover el esqueleto».
Solíamos acudir al Salón sobre las 8,30 - 9,00 de la noche. Estábamos en verano y los mozos/as iban reuniéndose en torno al frontón y al propio Salón esperando que llegara «la música». La música consistía en que apareciera o se fuera a buscar al famoso hombre del picú (tocadiscos a modo de maletín convertible que se conectaba a un casquillo de bombilla roba-corriente). El local tendría unos cien metros cuadrados aunque a muchos de nosotros nos parecieran redondos de las vueltas y vueltas que dábamos para encontrar pareja.
Nada más entrar al Salón, a la derecha, había un mini-escenario desde donde pienso que, en generaciones anteriores a la nuestra, se escucharía música «en vivo». De todas maneras por lo reducido de su extensión, no creo que allí cogieran más de cuatro músicos con sus respectivos instrumentos (por favor, esto de «instrumentos» entiéndase como lo estoy pensando yo). Luego, debajo del escenario había un espacio, un hueco, supongo que para guardar el equipaje de los músicos, fundas de instrumentos, etc.
¡Albricias! Aparece el hombre del picú que viene, incluso, con media docena de discos que nos sabíamos de memoria. Pero bueno, el caso es que con la disculpa de que sonara algo uno pudiera «engancharse» a su mozo/a preferido.
La conexión del aparato, aunque en principio pareciera sencilla no siempre lo era, pues el cable del que pendía el casquillo estaba más pelado que el culo de un mono y siempre, siempre, había algún chispazo de más o corte de luz al conectar el picú o DVD (Deberíamos Ver Donde enchufarlo mejor) de los años 70.
Comenzaba la música. Se abrían las hostilidades. El amigo/a de hace un momento pasaba a ser tu rival y la conocida/o que no te llevabas nada bien con ella, pasaba a ser tu «confidente».
Y entre vueltas, y más vueltas, como decía Juan Pardo en su famosa «Charanga» se iba echando la noche encima. A veces, también se te venía encima algún «pesao» que antes de entrar en el Salón se había pasao (en los dos sentidos) por casa de la Andrea (local multifunción con ligerísima inclinación hacia la alimentación líquida algo «cargada»).
En definitiva, que se te venía encima algo totalmente diferente de lo que habías soñado. Pero bueno, la noche continúa. Entonces, aprovechando un momento en que el «pesao» estaba tratando de recordar algo de la enésima batalla que te estaba «metiendo», cogías su brazo con sutileza y lo dejabas caer sobre los hombros del mozo más próximo. Al fin libre. Recomponías la situación. Fijabas de nuevo los objetivos. La/e veo. Voy hacia él/ella. En el recorrido, ¡paff!, deja de tocar la música. ¿Pero qué ha pasao? Remolino de gente en torno al dueño del picú. Lo de siempre. Me lo temía. El dueño del picú se «ha mosqueado» porque una moza no quería danzar con él y se va «con la música a otra parte». Parece muy decidido en su determinación. Quizá no fuera el primer «mosqueo».
La persona encargada por turno de vigilar que esto no ocurriera, no ha debido de estar muy atenta. No hay marcha atrás del hombre del picú. Reproches del grupo de los mozos/as hacia el encargado. Disculpas de éste que nadie se cree. ¡C´est finie! Se acabó lo que se daba.
Hay quien objeta, incluso, de seguir bailando sin música o apagar las luces y bailar entre sombras, pero no es lo mismo, opina la mayoría, «con la boca pequeña» por supuesto. Luego para salvar el rato de la velada, sólo quedaba introducirte en un mini-grupo donde intuyeras que iba a presentarse algo sugestivo, pero en el 95 % de los casos (yo diría en todos) nada de nada.
Entre tanto no nos quedaba más remedio que decir aquello de «que nos quiten lo bailao», aunque en esta ocasión fuera poco.
(Adaptado de Un mozo de los 70: «Bailando con mozos/as», en Alto Llano, Revista Cultural de Masegoso de Tajuña, segunda etapa, n.º 22: otoño-invierno de 2009, pp. 21-22, Asociación de Amigos de Masegoso, Depósito Legal n.º GU-3251997).
Llamábamos «La Cantarilla» al paraje situado en el entronque de la carretera de Brihuega con la de Cifuentes y debía su nombre a la alcantarilla que allí había y a la que, para facilitar su pronunciación, los vecinos de Masegoso le habían suprimido la primera sílaba. Este pequeño puente, muy importante ya que bajo él discurría el agua de riego para la Vega de Abajo, presentaba la peculiaridad de tener diferentes sus pretiles pues mientras el de aguas abajo se conservaba tal como fue construido, el otro había tenido que ser reparado varias veces debido a que más de un coche procedente de Brihuega, al no realizar correctamente la maniobra de giro para tomar la carretera de Cifuentes, había chocado contra él derribándolo.
La importancia social de «La Cantarilla» estribaba en que era paso obligado de los vecinos que bajaban a la vega a realizar las labores propias de cada época del año: la siembra y labores de las hortalizas en primavera, el riego y la recogida de los productos del huerto en el verano y las cosechas, principalmente de judías y patatas, al final del estío y comienzo del otoño. Pero, además, «La Cantarilla» tenía otra particularidad y es que allí paraba «el correo».
Cuando el tiempo era agradable, los agricultores de Masegoso, al aproximarse las doce del mediodía, hora que ellos calculaban con toda precisión con sólo mirar la «altura» del sol, trataban de poner su cuerpo erecto después de toda una mañana de «escava», se echaban la «gancha» al hombro y emprendían, con andar parsimonioso, el camino de casa para hacer la comida del mediodía. Sin embargo, si no todos, la mayoría hacía un alto en «La Cantarilla» para descansar sentados en el arcén o el talud de la carretera y allí, a la sombra de un enorme chopo, formaban una pequeña tertulia donde trataban los temas más diversos.
«La Cantarilla» servía como punto de reunión de niños y adolescentes en las noches de verano, allí hablaban sobre temas intrascendentes, hacían juegos colectivos como los disparates o las prendas o contaban chistes. Pero la época en que este lugar adquiría una mayor dimensión social era en las tardes de Semana Santa o domingos de primavera y principios de otoño. Como entonces las faenas del campo no apuraban y el tiempo era bueno, el tramo de carretera entre «La Cantarilla» y «El Puente» se convertía en el paseo del pueblo. Allí podíamos ver a mayores, jóvenes y niños, parejas de novios o simplemente amigos, charlando mientras caminaban tranquilamente. La circulación de vehículos, entonces apenas existente, permitía esta licencia. Además, durante el paseo, cuando alguien quería descansar, podía sentarse en alguno de los «malecones» que había junto a «La Cantarilla» y en las cercanías del puente y cuyo objeto era evitar que los coches cayeran por el terraplén.
En verano, al atardecer, era normal escuchar los escandalosos graznidos que emitían los grajos mientras se acomodaban para pasar la noche en las ramas de los grandes chopos que había en el tramo de carretera próximo a «La Cantarilla». En el momento más inesperado, uno de ellos iniciaba el vuelo e inmediatamente salía detrás una bandada que dibujaba en el cielo una pincelada de color negro. De pronto, el grajo que iba en cabeza daba la vuelta para volver al chopo y con él todos los que le habían seguido donde continuaban con su singular concierto de graznidos. Esta maniobra la repetían varias veces hasta que se hacía el silencio. Con la tala de los árboles, esta expresión de la naturaleza ha desaparecido.
Cuando recuerdo aquella «Cantarilla», lugar donde sucedieron estas pequeñas anécdotas y la comparo con su aspecto actual, no me parece el mismo sitio, incluso creo que, si no ha ocurrido ya, pronto se olvidará este nombre, por eso he pretendido rendirle este pequeño homenaje que al mismo tiempo sirva para rememorar las anécdotas vividas por aquéllos que la conocieron en aquella época y a los que no, se hagan una idea de cómo era antes y sepan que «La Cantarilla», a pesar de su sencillez, gozó de momentos de esplendor de los que formaron parte, también como protagonistas, los propios vecinos de Masegoso.
...
El pasado verano que estuve varios días en el pueblo, me pude dar cuenta de que lo tenemos bastante limpio y cuidad, pero, sin embargo, eché en falta algo que teníamos cuando yo era jovencita: «Sitios a donde ir a pasear».
Teníamos las carreteras con árboles y cunetas. También es verdad que las circunstancias han cambiado y que pasaban muy pocos coches. Había caminos por la vega, frescos y agradables...
Todos sabemos que no podemos dar marcha atrás y que las cosas están como están, pero esto no quiere decir que no podamos ir pensando en un lugar que nos resulte agradable para pasear, que tengamos sombras y que esté cerca del pueblo.
Actualmente por las eras sólo se puede pasear cuando no hace mucho calor o mucho frío. Esto nos reduce a pocos días al año.
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La carretera local a Las Inviernas ha quedado desde hace un tiempo como el ámbito preferido y casi único para los paseos («Vamos hasta el kilómetro, o hasta el motor de "La Dehesa", o hasta el puente de Moranchel»), por su escaso paso de vehículos y su entorno agradable: antiguamente, como se ha visto, también lo eran las carreteras de Cifuentes y la de Brihuega, hasta que la primera fue elevada al nivel de carretera nacional y ambas aumentaron su anchura y mejoraron su firme y trazado (eliminando los últimos vestigios de «La Cantarilla» mencionada más arriba, los «malecones» y buena parte del frondoso arbolado que las flanqueaba), lo que incrementó la circulación y las convirtió en impracticables para los paseos. Las marchas, más intensas y largas que los simples paseos, se pueden realizar por los muchos caminos que recorren el término de Masegoso: pero son otra cuestión aparte.
(Adaptado de Moreno, José Guillermo: «La Cantarilla», en Alto Llano, Revista Cultural de Masegoso de Tajuña, segunda etapa, n.º 26: 2012, pp. 15-17, Asociación de Amigos de Masegoso, Depósito Legal n.º GU-3251997; y de Villaverde López, Anita: «¿Por dónde pasear?», en Alto Llano, segunda etapa, n.º 5: primavera de 2001, p. 9).
El teatro siempre ha tenido un lugar en el pueblo, como bien se sabe por las obras que se suelen representar en la Semana Cultural y otras oportunidades. Hace cien años esta gran afición al teatro mereció incluso su reseña en la prensa:
Hasta Masegoso, pequeño pueblo del partido de Cifuentes [un error, porque era el de Brihuega], ha llegado la fiebre teatral, que actualmente se ha desarrollado tan intensamente en esta población. Organizada por el joven profesor de aquella localidad D. Manuel Dávila, verificóse el pasado domingo una lucida velada, poniéndose en escena la aplaudida obra Enseñar al que no sabe, en la que cosecharon grandes aplausos el mencionado profesor y los Sres. Fraguas, Flores y Cortijo. D. Eladio Villaverde, que actuaba de apuntador, pronunció un elocuente discurso al terminar la fiesta, siendo rabiosamente ovacionado por todos los concurrentes.
Flores y abejas, revista festiva semanal, n.º 699, 09/02/1908, p. 6.
Fue en 1988 cuando se presentó la primera «obra de teatro» de una nueva etapa en Masegoso. La idea surgió en principio entre bromas y sólo con el propósito de pasarlo bien y completar la Semana Cultural. Tuvo buena aceptación entre la gente del pueblo, y «las comedias», como aquí se recuerdan siempre a estos actos, resultaron todo un éxito. Hasta hubo quien dijo que les habían parecido cortas, y animaban para que se hicieran unas «de más envergadura».
En 1992 aquel grupo de artistas de «baja calaña», como indicara Jose Mari, uno de los actores, en su día, ya tenía nombre como compañía de teatro, «Alto Llano», y como dicen en Masegoso, han salido hasta en los papeles (La Nueva Alcarria).
Hemos de referir las muchas dificultades que tuvimos que afrontar para llevar a cabo la representación del verano de 1992. Al principio, lo más difícil fue que coincidiésemos todos juntos en el pueblo, después de la famosa gastroenteritis del mes de agosto que obligó a alguno de los artistas a permanecer en la cama. Y si no, que se lo digan a Jose Mari, que acudió dos días a los ensayos con tan sólo un yogur en el cuerpo, y con el convencimiento de que el día del estreno alguno de nosotros tendría que salir corriendo del escenario.
Pero lo peor de todo fue el tiempo, pues eso sí que ya no estaba en nuestras manos. Una fuerte tormenta nos sorprendió dos días antes del estreno, obligándonos incluso a pensar en suspenderlo todo, aún a pesar de tener ya contratado el sistema de sonido. A falta de un salón de actos que nos permitiera representar obras incluso durante el invierno, no nos quedaba más que estar pendientes de lo que dijera el hombre del tiempo.
Y así, con estas incertidumbres y miedos, llegó el día en que El Cipriano y la Tomasa no querían dejar su casa. Un día, para fortuna de todos, limpio de nubes y hasta con un sol radiante al mediodía.
Después, las horas que precedieron al estreno fueron un constante ir y venir de cestas, botijos, petacas, toquillas, maletas, sartenes, chapodos y un largo etcétera que salían como por arte de magia de nuestras cámaras y corrales, y que luego formarían el decorado y vestuario de la obra.
Más tarde, en la plaza del pueblo, con todos nuestros queridos vecinos esperando frente al escenario (las dudas de última hora nos aconsejaron no invitar a los vecinos de los pueblos de los alrededores), las cortinas de Pepa se abrieron. ¡Por fin! Y allí estábamos todos nosoros, alrededor de un fogón que no calentaba, porque tampoco nos hacía falta, y comiendo unas migas escasas de pimentón, que a más de uno le supieron hasta ricas, y si no que se lo digan a Asun, que bien se llenó «la tripa» del atracón que se dio.
¡Ay que ver como se ponía la plaza cuando estos chicos actuaban! Si a media tarde ya no cabía una silla. «¡Miá si serán buenos que con cuatro obras que han estrenao ya los conocen en to los alcontornos y hasta los querían contratar!».
Cuatro fueron las obras de teatro representadas entre 1992 y 2007 por nuestros actores favoritos, los de la Compañía «Alto Llano» de nuestro pueblo: El Cipriano y la Tomasa no querían dejar su casa; Criada en Carabanchel y nacida en Moranchel; Ya tenemos Residencia; y...
Pues, vaya, ahora no me acuerdo de la otra. La memoria, que ya me empieza a fallar. Antes, que de lo de antes sí me acuerdo bien, le llamábamos «echar comedias». Ahora, le dicen Teatro de Adultos, pero yo creo que es para distinguirlo del de los críos, si no con decir el teatro, valía. Pero el nombre es lo de menos. Lo importante es que cada vez que había teatro yo le decía a la parienta: «Chica, saca las dos sillejas pequeñas y vámonos a escape a la plaza pa coger buen sitio». Y así lo hacíamos, y aunque tuviéramos que arrebatar la cena llegábamos de los primeros.
¡Y cómo lo pasábamos! En cuanto quitaban el telón ya nos empezaba a dar la risa, sólo de verles las pintas a los actores. Y en cuanto empezaba la función los personajes resultaban tan propios como si fueran gente de verdad, gente del pueblo de toda la vida. Vamos, que nos reíamos a gusto de nosotros mismos y nuestras cosas que era mayormente lo que se representaba.
No quiero nombrar a ninguno porque todos hacían bien su papel y se metían talmente en el personaje que les tocara, que algunas veces hasta aportaban cosas propias. Por cierto, el papel que les tocaba, es decir, el guion se lo escribía muy requetebién la Merce que pa esas cosas siempre se ha pintao sola.
Pero según tengo entendido, los actores aún lo pasaban mejor ensayando que el público viéndolos. ¡Y ya es decir! Porque ¡Mira que sonaban carcajadas en la plaza los días del teatro! ¡Si se oirían desde Valderrebollo!, o ¡por lo menos desde el puente!
Pero resulta, que ahora ya no hacen ná. Llevamos varios años esperando la representación de La alcagüeta que por lo que tengo oído me barrunto que tamién es pá desternillarse de risa, pero... no acaban de tenerla a punto.
Pues pá ellos, pá los actores: «Majos, ¡que ya está bien! A ver si de una vez arrancáis, que me estoy haciendo viejo y como tardéis mucho, además de la memoria me puede fallar el oído, y entonces me voy a quedar a dos velas»...
Tras varios años de espera, y con algunas modificaciones, al fin el sábado 26 de agosto de 2009 pudimos disfrutar de una velada de teatro. Es justo decir, que la espera ha merecido la pena. Lo pasamos muy bien, disfrutamos de la noche de teatro y nos reímos muchismo.
Teatro infantil
Durante estos años, y coincidiendo con el verano, se han puesto en escena numerosas obras de teatro infantil: La princesa de los enanos, El ladrón de palabras, Noche de luna con gatos... Eso sí, a costa de que algunas madres se dedicaran por las tardes a perseguir a los niños para los ensayos, que eso bien lo sabe la Celia, y así nos lo cuenta:
En estos años hemos realizado varias obras de teatro. Esto ilusionaba a los más pequeños y unía a los adolescentes, fueron consolidando sus vínculos de amistad y han ido haciendo su pandilla y más tarde sus peñas, como dicen ellos/ellas.
Con los ensayos y representación hemos pretendido: favorecer su expresión corporal, desarrollar la memoria y fluidez verbal, conocer costumbres y vocablos del pueblo, habituarse al trabajo en grupo , unir a los niños y adolescentes del pueblo.
Creemos que lo hemos conseguido en gran parte. Os recuerdo algunas de las obras representadas: ¡Manos arriba!, Año de nieves año de bienes, Un duende en Navidad, El chismorreo, La granja.
Los que habéis trabajado en ellas os acordareis de vuestro personaje, de los nervios que pasabais, de lo bien que os sentíais cuando terminabais la representación, os aplaudían y felicitaban...
Había un ambiente especial en las tardes de agosto, sobre todo cuando había que ir buscando a los actores de casa en casa, a pesar de saber la hora del ensayo. Unos se habían ido al río, Gabriel a ver las ovejas, otros venían y como no estaban todos se iban con las bicis. Vamos, que se tardaba más en reunirlos que en el propio ensayo. Pero aún así, merecía la pena.
Los padres también colaboraban, ellos montando el escenario, la música, las luces y ellas preparando el disfraz. Si todo salía bien era gracias a la colaboración de todos. Estaría bien retomar esta actividad.
(Adaptado de Mangas Peña, Jorge: «Nombres del pasado de Masegoso», en Alto Llano, Revista Cultural de Masegoso de Tajuña, segunda etapa, n.º 31 monográfico, 2017, p. 74, Asociación de Amigos de Masegoso, Depósito Legal n.º GU-3251997; de Mateo, Mercedes: «Una jornada de teatro», en Alto Llano, Revista Cultural de Masegoso de Tajuña, primera etapa, n.º 5, octubre de 1992, pp. 2-3; de El amigo invisible: «Grupo de teatro de adultos. Teatro infantil», en Alto Llano, segunda etapa, n.º especial, 2007, pp. 10-11; de Un espectador de primera fila: «Teatro de adultos», en Alto Llano, segunda etapa, n.º especial, 2007, pp. 21-22; de López, Celia: «Teatro infantil», en Alto Llano, segunda etapa, n.º especial, 2007, pp. 23-24; y de Redacción revista: López, Celia: «Teatro infantil», en Alto Llano, segunda etapa, n.º 22, otoño-invierno de 2009, pp. portada, 19-20).
Los deportes tradicionales históricamente constituyeron una manera de entretenimiento y ejercicio de habilidad para los habitantes de los núcleos rurales. Solía jugarse en las festividades señaladas o en los momentos que dejaban libres las duras tareas del campo. Masegoso no fue una excepción y se practicaron, principalmente, el juego de los bolos y el de la pelota mano. Desgraciadamente, como otras tradiciones, estos deportes se han ido perdiendo con el éxodo rural y el aumento de la media de edad de los habitantes que han permanecido en los pueblos. En Masegoso, no obstante, se han tratado de mantener vivos como recuerdo de otra época.
Es muy probable que se les deba a los vascos la existencia de frontones en casi todos nuestros pueblos por pequeños que sean, como el de Masegoso, Moranchel, Las Inviernas o El Sotillo, pues antiguamente muchos se establecieron en la comarca; o la adaptación y utilización de la pared de la iglesia para tal fin, como en Valderrebollo o Solanillos. En cualquier caso se evidencia la afición de jugar a la pelota que siempre hemos tenido por la zona, afición muy arraigada y de gran tradición entre los vascos.
Muchos de nosotros aún recordamos las partidas de pelota, a mano, que hace algunos años echaban los mozos en «el juego pelota». Afición ésta, que como la existencia de frontones, no se da en otras zonas de España, aunque sí en otras provincias de Castilla (en Valladolid, por ejemplo, también es bastante intensa).
Los chicos recordareis como vosotros mismos fabricabais vuestras propias pelotas para practicar este juego, que era exclusivamente masculino. Las chicas tal vez también recuerden a sus hermanos o primos atareados dando forma a una pelota.
La fabricación seguía el siguiente proceso: primero se hacía el «pelotín», que era como el núcleo de la pelota. Se hacía enrollando tiras de goma elástica muy apretadas que procedían de alguna recámara vieja de bicicleta. Luego, se añadían capas enrollando lana de algún ovillo de los que siempre tenían las madres.
Después, cuando tenía el tamaño adecuado, se recubría con dos piezas de material (piel de algún animal, generalmente de gato) que tenían forma de ocho y encajaban perfectamente. Estas dos piezas se cortaban utilizando como patrón o molde las de otra pelota vieja y desechada, pues debían ser muy precisas.
Y por último, se cosían cuidadosamente las dos piezas a mano, ya que debían encajar a la perfección. Y coser, cuando se trataba de coser pelotas, los chicos sabían hacerlo muy bien. Solían utilizar para ello tiras extremadamente finas del propio material. Y si no era posible lo hacían con hilo de bramante que reforzaban, untándole pez, para endurecerlo aún más y hacerlo más resistente, convirtiéndolo en lo que se conocía como «hilobala».
La pelota que se ve en las fotos es una de las muchas pelotas fabricadas manualmente por los chicos de nuestro pueblo en el pasado. Tiene muchos años y casi resulta increíble que aún exista. Parece ser que la hizo uno de los hijos del tío José. Probablemente Salvador, que en los años cincuenta era el mejor fabricante de pelotas de la familia.
Destinada a desaparecer en el basurero, la pelota de Salvador fue rescatada por unas manos nostálgicas y, curiosamente, tuvo un final inesperado, mucho más digno y glorioso: formó parte de una exposición de juguetes populares celebrada en Guadalajara y se posaron en ella para observarla cientos de ojos. Ojos sorprendidos, ojos curiosos, y ojos nostálgicos, que al contemplarla evocaban sus propios recuerdos infantiles y juveniles. Y su imagen perdurará no sólo en la retina de quienes la contemplaron, sino en la captación fotográfica de algunos visitantes y en el catálogo editado con motivo de la Exposición.
En la actualidad, aún seguimos practicando el juego de pelota, pero adaptado a los nuevos tiempos. Ahora no son las manos, sino raquetas de bonitos diseños, resistentes materiales y conocidas marcas las que reciben el impacto de la pelota, igualmente fabricada y diseñada con los materiales y colores que exigen los tiempos, y al juego le llamamos frontenis.
Los bolos son un deporte rural tradicional muy extendido por toda Castilla y otras regiones españolas, con muchísimas variedades locales. Gozan también de gran afición en Masegoso y los pueblos de los alrededores.
Se trata de un juego de habilidad y buen pulso, de aplicar la puntería y la fuerza justa en cada tiro, y sirve como esparcimiento lúdico para todas las edades. Cuando lo juegan las mujeres, lanzan una maza para ir derribando los bolos de madera. Por su parte, los hombres lanzan una gran bola de madera hacia los bolos, dispuestos en una configuración distinta sobre el terreno a la que colocan las mujeres.
En Masegoso se ha jugado a los bolos en pistas habilitadas junto a las eras y, más recientemente, en una construida en la plaza del Frontón.
Con motivo de las fiestas patronales se han realizado animadas competiciones comarcales, pero las partidas de bolos han sido también buenos pretextos en cualquier época para hacer visitas a pueblos vecinos y mantener con ellos la camaradería y la sana rivalidad.
(Adaptado de Villaverde López, Pilar: «Sustrato vasco en La Alcarria», en Alto Llano, Revista Cultural de Masegoso de Tajuña, segunda etapa, n.º 19: primavera-verano de 2008, pp. 15-18, Asociación de Amigos de Masegoso, Depósito Legal n.º GU-3251997).
Cerdo, gorrino, guarro, cochino, marrano, puerco... Palabras que suenan a insulto y que sin embargo nombran al animal al que la gente deberíamos gratitud por ser en el pasado la mayor fuente de calorías para nuestra alimentación.
En nuestra infancia, la matanza del cerdo, además de ser un acontecimiento muy esperado por todos nosotros desde que empezaba el invierno, era una necesidad para que la familia pudiera comer algo de carne durante el resto del año. No es de extrañar, por tanto, que tan importante acontecimiento reunía a parientes y vecinos.
El desarrollo económico de los años ochenta casi hizo desaparecer esta tradición. Por un lado, la mejora del poder adquisitivo de las familias permitía el acceso a una mayor variedad de alimentos. Por otro, la carne de cerdo tuvo que soportar la injusta fama de ser responsable de las grasas que se pegaban a nuestras caderas, por no hablar del colesterol.
Hoy estos mitos sobre la alimentación están siendo más matizados por los expertos en dietética. Este hecho y en especial las connotaciones culturales y sociales que entrañan la matanza del cerdo, han rescatado del olvido esta tradición, como así lo hicimos en nuestro pueblo el pasado mes de enero.
Pero volvamos a nuestra infancia. Los cochinos se guardaban en las cochiqueras o cortes, que estaban en los corrales de las casas, o bien en los alrededores del pueblo. Solían ser construcciones de adobe, muy pequeñas y simples, con un gamellón en su interior donde se le echaba la pastura al cerdo. Las familias que podían criaban más de uno. E incluso se hacía parir a las cochinas para luego vender las crías en la feria de los Santos.
Las mujeres eran las responsables de su cuidado. El menú consistía en patatas cocidas y otras sobras y desperdicios que se cocían a la lumbre, pero también se les echaba alfalfa.
Las matanzas abarcaban desde primeros de diciembre hasta finales de enero, aprovechando los meses de mayor frío para que se guardase bien la carne. Los preparativos empezaban el día anterior. Las mujeres cocían las cebollas para las morcillas en un caldero y la ponían a escurrir en sacos con unas piedras encima. Los hombres, por su parte, afilaban los cuchillos, preparaban la gamella y traían la leña para los días siguientes en que la lumbre apenas se apagaba.
Ese día todo el mundo se levantaba temprano. Una vez llegados los familiares y vecinos, los hombres tomaban unas copas de aguardiente o anís, acompañadas de unos bollos de manteca. Los que éramos todavía niños y no podíamos ayudar, nos íbamos lejos de la casa para no oír los berridos del cochino, al que, por qué no decirlo, le habíamos tomado cariño después de haberlo visto crecer en nuestro corral.
Eran necesarios cuatro o cinco hombres para contrarrestar la enorme fuerza de un animal que podía pesar hasta 200 kilos, aunque los mayores, entonces, nos dijeran el peso en arrobas, tras comprobarlo en la romana de la Villa que corría de casa en casa.
El encargado de matar era alguien con gran destreza y serenidad en el manejo del cuchillo, que introducía en la papada del animal hasta hacer brotar un inmenso chorro de sangre. Junto a él, una mujer la recogía en un cubo y la batía para que no se cuajase y poder hacer con ella las sabrosas morcillas. Luego se le socarraban los pelos con una aliaga y, al mismo tiempo que le echaban agua hirviendo, se raspaba la piel con cucharas bien afiladas, hasta dejarla limpia y sonrosada.
Después se colgaba contra una escalera, se le abría en canal y se sacaba el menudo. En aquel momento aparecíamos por allí los críos de la familia para recoger la vejiga. La golpeábamos repetidamente y la inflábamos como si fuera un globo. Una vez seca se utilizaba para hacer zambombas.
A las mujeres jóvenes les tocaba una de las tareas más duras como era el ir a lavar el menudo al caz o al río, ya que la mayoría de las veces tenían que romper los témpanos de hielo. Con el arroz, la cebolla y la sangre, se amasaba el bodrio. En las tripas finas se embutían las morcillas «delgadillas», que casi siempre se comían asadas en las parrillas mientras se hacía la tarea.
El bullicio continuaba en la casa durante todo el día, entre los humos de la chimenea y el tintineo de los cacharros que nuestras madres, tías y abuelas movían de un lado para otro. Por la noche los más allegados cenábamos juntos, casi siempre judías pintas y morcillas. Luego, mientras la lumbre se iba apagando, los mayores recordaban algunas historias, muchas veces de la guerra, y se jugaba a las cartas. También para los pequeños era la noche uno de los momentos más esperados, pues era sabido, que, a pesar de las protestas de nuestras madres, acabaríamos durmiendo con los primos o con las primas en aquellas enormes camas de muelles, en donde, a menudo, nos acoplábamos en la cabecera y en los pies.
El segundo día y los siguientes seguían siendo de gran actividad. El cochino, ya oreado, era descuartado por los hombres. La carne que se dedicaba a los chorizos se picaba y se condimentaba con pimentón y otras especias. Los chorizos, una vez embutidos, se colocaban junto con las morcillas sobre una vara que cruzaba de lado a lado el techo de la cocina. Con la carne de peor calidad y con parte de las vísceras se hacía un embutido que se llamaba gueña. Los jamones se ponían a salar, con una enorme piedra encima para que soltaran la sangre. Los lomos se freían y se guardaban en ollas, y la careta y la panceta se adobaban y se colgaban en la campana de la chimenea al oreo del humo.
Del cerdo se aprovechaba todo. Una vez derretida la manteca, quedaban los chicharrones que se empleaban para hacer tortas. Con la manteca el panadero hacía los famosos bollos llamados precisamente «de manteca».
Hoy, los amantes de la buena mesa, consideran que no hay manjar más exquisito que el que proporciona un cerdo criado a la antigua usanza. No se entiende un cocido sin su panceta que pringar, ni unas buenas judías sin la pata o la careta. El jamón o un tierno somarro forman parte de lo mejor de nuestra gastronomía. De ahí el dicho «del cerdo me gusta todo, hasta los andares». En Masegoso somos de esta misma opinión, por lo que esperamos que la matanza sea cada año, además de un encuentro gastronómico, una excusa para reforzar la amistad entre vecinos y amigos.
(Adaptado de Villalba Cortijo, Pilar: «La matanza», en Alto Llano, Revista Cultural de Masegoso de Tajuña, segunda etapa, n.º 7: primavera-verano de 2002, p. 8, Asociación de Amigos de Masegoso, Depósito Legal n.º GU-3251997).
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